Romería del carpintero

Yaruquí a finales de los años treinta se había convertido en un escaso poblado que contaba con pocas familias. La fiebre del cacao, originada a principios de siglo, se había llevado a gran parte de la gente a la costa ecuatoriana, y solo unos pocos se habían quedado a cultivar la tierra y guardar los huesos de sus muertos. Los que se quedaron tuvieron que batallar contra el abandono del campo, las sequías y la nostalgia de los vecinos perdidos. Pero los campos no eran los únicos abandonados. En el centro del pueblo, donde ahora queda el parque, se veían casas deshabitadas cuyas puertas permanecieron con tablones cruzados por más de veinte años.

En tiempos de prosperidad, habitaron en aquellas casas agricultores y artesanos laboriosos. Llegaban gentes de caseríos aledaños en busca del servicio de sus hábiles herreros, carpinteros, zapateros, capadores. Pero la mayoría de ellos se había marchado dejando casas y herramientas en el encierro. Algunos viejos que se quedaron, murieron a los pocos años y se llevaron al sepulcro la habilidad de su oficio. Sin embargo, nunca resultó difícil improvisar un capador, un zapatero o un herrero, que siempre fueron ocupaciones de intuición. Pero el día en que murió el último carpintero de la parroquia, y nadie heredó su quehacer, fue tanto como si Dios nunca hubiera puesto la madera en el mundo.

En un principio se tomó la carencia de un carpintero como una burla más que le jugaba el abandono al pueblo. Un parroquiano se fue a Quito y regresó trayendo hachuelas, formones, martillos y serruchos. Y empezó a ejercer el oficio. El nuevo carpintero, el chaupi como lo llamaba la gente, realizaba el poco trabajo con más empeño que habilidad. Cambiaba patas de mesas, que quedaban aún más destartaladas; construyó un coche de madera, que al montarse los ocho niños del pueblo se desarmó en la primera bajada; llegó a poner una puerta que, contraria a los pronósticos de los vecinos, no se cayó pero que en cambio tumbó el bareque en el que estaban colocados los puntales. Los desastres de burla llegaron a su fin cuando una viejecita cometió el desatino de morirse. Los deudos encargaron al chaupi la penosa elaboración del ataúd, pero éste resultó tan estrecho que el cuerpo apenas si cupo. Por ventura del abandono, la muerte era escasa como la gente, y antes de que otra almita debiera realizar su viaje de muerte acomodada de lado, Yaruquí renegó del chaupi y nadie más acudió en su búsqueda.

Un domingo, luego del sermón, el señor Cura convocó a una junta en la Casa Parroquial. Asistió todo el pueblo. Como presidente de la junta, el Profesor de la escuela inició la reunión y expuso en breves palabras la necesidad de traer un carpintero al pueblo. A las palabras del Profesor, un tumulto de voces secundó la idea. Tomó entonces la palabra el señor Cura y se quejó de que las vigas del techado de la iglesia estaban cayéndose, y que tal trabajo debía encargarse a un diestro carpintero, pero que el más cercano que él conocía se hallaba en la parroquia de El Quinche, a dos horas de camino. Todos confirmaron la afirmación del señor Cura, y la verdad nadie recordaba haber oído de otro maestro más diestro que él, que en persona había dirigido los trabajos de restauración del retablo para la consagración del templo de El Quinche en 1928. Se alzó de nuevo el tumulto de voces y algunos vecinos dijeron conocer o llevarse con él. Se conformó con ellos una comisión que saldría al día siguiente en busca de don Abelardo Aguirre, que así se llamaba el tan requerido maestro.

Entre los imposibles encargos, llevaba la comisión la tarea de convencer a don Abelardo para que a cambio de una vivienda taller, que había pertenecido al último carpintero fallecido, aceptase mudarse a Yaruquí. La comisión partió el lunes en la mañana, llevándose tras sí una estela de gritos, aplausos y esperanzas de los Yaruqueños. ¡Cuál más de los hombres los veían ya regresar con un camión cargado con los enseres de don Aguirre! ¡Cuál menos de las mujeres se imaginaba encargándole ya la confección de una cómoda para la ropita del huahua por nacer!

No bien llegados a El Quinche, la comisión se dirigió a su casa. Lo hallaron ensamblando el armatoste de un armario. Don Aguirre era un hombre entrado en años, y obstinado como tal. Reconoció enseguida a los visitantes. Primero se inclinó con reverencia ante el señor Cura y luego saludó a los demás. Llamó enseguida hacia la casa y salió uno de sus hijos, un joven buen mozo ayudante suyo, que despedía un grato olor a madera tierna.

─Ulpiano, dile a tu mamá que les sirva morocho con empanadas ─ordenó.

No le llevó mucho tiempo al señor Cura explicar el motivo de la visita. Así como tampoco le llevó mucho tiempo a don Aguirre darles una negativa cortés. Había vivido toda su vida en El Quinche, que ni siquiera se imaginaba como sería el salir de ahí. Aceptó eso sí, con mucho gusto, ir un fin semana a Yaruquí a cambiar las vigas de la iglesia, porque no era cristiano que el Señor no tuviese un buen techo para recibir a sus visitas.

Los miembros de la comisión regresaron a la tarde, vencidos, sin camión y sin carpintero. La mala nueva arrasó la parroquia como un incendió arrasa los campos amarillos. Todos maldijeron su fatalidad de pueblo abandonado, y corrió el rumor de que una mujer encinta casi aborta a causa del desencanto de su cómoda perdida.

Para el próximo domingo volvió a reunirse la junta en la Casa Parroquial. Hubo división de bandos que proponían las más disparatas ideas. Propusieron unos enviar al chaupi como aprendiz del hábil maestro, para que ojalá así aprendiera. Propusieron otros comprar al carpintero con tierras y cabezas de ganado. Un grupo de creyentes propuso atraerlo por la fe de Dios, porque se había probado ya que don Abelardo era un fervoroso creyente. Por último se levantó en medio del tumulto una voz pedregosa que impuso silencio. Se trataba del sargento Gordón, viejo desaliñado como mal genio que había peleado por los liberales. Una vez que la concurrencia calló, dijo el viejo que disponía de un medio de convencimiento y prometió traer al carpintero, aunque sea bajo secuestro.

La junta acogió la idea más sensata. La propuesta de atraer al carpintero por la fe de Dios y la virgen María. Eran los últimos días de octubre y se organizó una romería para el 21 de Noviembre, fecha de celebración de la Virgen de El Quinche. La romería iría encabezada por un cuadro de su imagen bendita y partiría desde Yaruquí a la iglesia de la parroquia vecina, luego en procesión se dirigiría hasta la casa de don Abelardo, quien al ser nombrado prioste se vería comprometido a mudarse al pueblo, al menos por un año. La romería se organizó con fervores de esperanza, y cuando terminó la junta todos regresaron a sus casas convencidos de que la virgencita obraría el milagro.

La romería partió en la madrugada. No hubo nadie que no estuviera presente. Cada familia había acudido con padres, hijos, nietos, allegados, y era tal la fe que aquel día no quedó un alma en Yaruquí. Como se había dispuesto, el cuadro de la imagen bendita encabezó la procesión. Fueron luego el señor Cura y los miembros de la comisión. Tras ellos, un grupo de muchachas dirigidas por Edelmira Gordón, quien llevaba como regalo un vistoso traje de seda para la virgen, y hay que decirlo, la muchacha era encantadora y alegre como desaliñado y mal genio su padre. Cerraba la romería el resto del pueblo, un grupo de más de cincuenta personas que caminaban portando cirios, esperanzas y rezos.

Llegaron a El Quinche y el señor Cura ofició misa de fiesta a las seis de la mañana. La iglesia se copó con cientos de devotos que se habían unido a la peregrinación en los caseríos aledaños. Al final de la misa, el señor Cura bendijo los vestidos traídos por Edelmira Gordón, designó como prioste para aquel año a don Abelardo Aguirre y todos salieron en fervorosa procesión hacia su casa.

Las celebraciones duraron tres días. Algunos vecinos regresaron al final del primero, pero la mayoría se quedó a presenciar el ansiado milagro que debía cumplir la Santísima Virgen. A la tarde del tercer día y luego de haber agotado los medios para convencer al obstinado don Abelardo, todos agacharon la cabeza y se dispusieron al regreso, sin cirios, sin rezos y sin carpintero. Hubo algunos que, entre los devaneos del desaliento y el aguardiente, animaron a último momento al viejo Gordón a proceder con el secuestro. Pero el viejo se opuso a tal locura, y los consoló con el juramento de que un sargento retirado nunca defraudaba a su pueblo.

El viejo Gordón y el Profesor recogieron a los últimos desalentados y emprendieron el regreso. Todos lamentaban haber caminado en vano y se resignaron a que el milagro no ocurriera. Sin embargo ocurrió, porque la Santísima Virgen nunca defraudaba a su pueblo, tal como el viejo sargento retirado. Y aún muchos años después se siguió diciendo que ambos habían obrado el milagro: Nuestra Señora de El Quinche, animando al viejo Gordón a llevar a su hija a la romería, y el viejo Gordón, que nunca había permitido a su hija hablar con ningún joven, animándola a hacer amistad con Ulpiano Aguirre, el hijo del maestro carpintero que había sido su ayudante toda la vida y que era también diestro en el oficio.

La pasión de ambos jóvenes había sido inmediata. Ulpiano la había visto llegar con su alegre encanto en medio de la romería, pero nunca se hubiera atrevido a dirigirle la palabra si el mismo viejo Gordón, su padre, no se la hubiera presentado y casi le hubiera obligado a bailar con ella. Los restantes días de celebración se la habían pasado juntos, tanto que ambos aguardaban a la salida del pueblo: Ulpiano, dispuesto a marcharse con su nueva gente a Yaruquí, y Edelmira, dispuesta a acompañar a aquel hábil muchacho que olía a madera tierna.


Autor: Mario Conde