Me llamo Mario Conde. El nombre me viene por imposición de una tradición familiar —materna— repetida por cuatro generaciones. Un bisabuelo, un abuelo, un tío y yo hemos padecido el mismo nombre por más de un siglo. Por suerte, el ser humano puede incidir sobre el futuro; es decir, la tradición del nombre morirá conmigo.

Estudié la primaria y la secundaria en la ciudad de Ambato. Siempre fui un alumno distraído y dejado, pero no al extremo como para perder un año. Era pequeño, enclenque e inútil para cualquier deporte, por lo que debí buscar maneras para sobrellevar el competitivo y rudo mundo infantil. Un día, entre tantas carencias, descubrí un campo donde no era pésimo: sabía leer mejor que los demás, memorizaba poesías con facilidad y, cuando se trataba de crear ejemplos de oraciones, nadie me superaba. Supe entonces que por ahí era la cosa; tomé ese único camino en el que no era tan malo y hasta ahora no me he apartado de él.

En el año noventa me mudé a Quito para hacerme escritor. Como en ninguna parte del mundo —y menos en mi país— hay una universidad que otorgue tal título, ingresé en la Facultad de Comunicación Social, esperanzado en que allí me enseñarían a escribir. Tras un año de estudio, me di cuenta de que ni allí ni en otro lugar adquiriría el oficio de escritor —lamentablemente se lo adquiere por cuenta propia— y me retiré. Trabajé un poco en talleres literarios y volví a ingresar en la facultad, esta vez solo por el título universitario. Por lo general, una persona normal tarda cinco años en terminar una carrera; yo necesité de catorce para obtener un título en Comunicación Social.

Pero todos esos años los aproveché para madurar (en la adolescencia me consideraba un genio), vivir con intensidad, leer y, sobre todo, aprender el manejo de la sintaxis y la semántica de mi lengua. Al igual que el título en Comunicación Social, me llevó muchos años adquirir el oficio de escritor —y seguiré aprendiendo toda la vida—, aunque ahora me atrevo a publicar una que otra historia que va saliendo después de tantos años de lucha con las palabras. Creo que así se adquiere el oficio: aprendiendo mientras se escribe. En un par de años espero —al igual que cualquier profesional en su rama— renunciar a toda actividad productiva ajena a mi profesión y ganarme la vida solo con la literatura.

En cuanto a mi vida afectiva y social no hay mucho que decir. Tengo una esposa, tres hijos, cinco amigos, un perro y mil trescientos veintitrés libros; y a todos los quiero por igual. Me gusta jugar fútbol, aunque sigo siendo el mismo inútil que en la infancia. Me encanta subir montañas, visitar pueblos olvidados y pescar en ríos o lagunas que estén lo más apartados de la ciudad. También, como una herencia de mi cultura indígena, suelo hablarles a las cosas, a las plantas y a los perros que se me cruzan en la calle.