El rey Miércoles

Cansado de una vida sin porvenir, Miércoles se marchó de casa a buscar trabajo en el reino de Insultación. En aquellos días, el rey Diantre y la reina Cáspita habían decidido abdicar al trono de Insultación y se aprestaban a designar un sucesor. Así pues, no había trabajos posibles en el reino, excepto el de barrer y trapear el Salón Insultante, donde se llevarían a cabo las deliberaciones para elegir al sucesor de los viejos soberanos. Sin otra alternativa, Miércoles se equipó de una escoba, cubeta y trapeador, y solicitó el puesto de higienizador real. 

Glorioso y soez había sido el reinado de Diantre y Cáspita. En sus días de esplendor, no había lengua humana que no expresara dolor, rabia, desaprobación o asombro sin invocar sus majestuosos nombres:

―¡Diantre, me machuqué el dedo! ¡Diantre, perdimos la batalla! ¡Diantre, tengo que parar la olla de arroz! ―vociferaban unos.  

―¡Cáspita, no quiero bañarme! ¡Cáspita, me caigo del caballo! ¡Cáspita, la abuela estiró la pata! ―berreaban otros.

Los monarcas de Insultación andaban de boca en boca. En las quejas del labriego, en las peleas del comerciante, en los cantos del trovador. Tal era su fama que autores de renombre los transcribieron en sus obras inmortales. Para burlarse de las desventuras de Don Quijote. Para aderezar las hazañas de Los tres mosqueteros. Los soberanos de Insultación gobernaban a la sin hueso. Nadie estaba exento de prorrumpir de cuando en cuando un furioso Diantre o una encrespada Cáspita.

Pero la gloria y el esplendor son pasajeros, como el dolor de barriga. Tras siglos de reinado, Diantre y Cáspita estaban viejos, olvidados. Ya nadie recordaba su existencia. Si por casualidad algún lector los encontraba en un libro de Cervantes o de Dumas, recurría al auxilio del diccionario:

―¡Ah! Eran insultos arcaicos, de la era de la chispa. 

Fue cuando Diantre decidió que Insultación necesitaba un nuevo monarca. Su majestad, Cáspita, tomó su mano, levantó la cabeza y se resignó a pasar al olvido con dignidad.

Imprecaciones, improperios y denuestos de distintas lenguas y regiones acudieron a Insultación. Haciendo gala de una puntualidad alemana, se presentó primero un ruidoso y gutural Scheibe, término fecal que gozaba de considerable popularidad en la lengua germana. Le siguió un indecoroso Shit del inglés. No faltó el provocativo Ishmadamikue del quichua.

Tras los términos fecales, llegó un segundo grupo de melodramáticas interjecciones: ¡Caracoles! ¡Caracho! ¡Carajo! ¡Caramba! ¡Caray! ¡Chuso! ¡Chuta! ¡Cuernos! ¡Demonios! ¡Diablos! ¡Hijuepato! ¡Mecachis! ¡Naranjas! ¡Narices! ¡Púchica! ¡Qué verchis! ¡Recórcholis! ¡Repámpanos! ¡Zambomba!

En tercer lugar arribaron los improperios de connotación animal: ¡Asno! ¡Bestia! ¡Borrico! ¡Buey! ¡Burro! ¡Caballo! ¡Mula! ¡Yegua!

Luego se presentaron los denuestos dirigidos a la falta de inteligencia: ¡Badulaque! ¡Bobo! ¡Bruto! ¡Cretino! ¡Insensato! ¡Mangajo! ¡Mentecato! ¡Necio! ¡Papanatas! ¡Pendejo! ¡Retrasado! ¡Shunsho! ¡Tarambana! ¡Tonto! ¡Torpe! ¡Zopenco!                

Como no hay quinto malo, acudieron por último quince bulliciosas onomatopeyas. No tenían la mínima oportunidad de convertirse en soberanas. Pero allí estaban. Gritonas y entrometidas: ¡Ah! ¡Ay! ¡Bah! ¡Bum! ¡Chas! ¡Eh! ¡Fu! ¡Huy! ¡Oh! ¡Plaf! ¡Plum! ¡Puf! ¡Tras! ¡Uh! ¡Zas! 

Más de medio centenar de escarnios se habían congregado. Todo un cónclave de términos soeces del cual surgiría el nuevo soberano de Insultación. Aunque aún no iniciaban las deliberaciones, el Salón Insultante estaba ya hecho un asco. Al parecer, los términos fecales la habían embarrado desde el principio. Desagradable e ingrato iba a resultar el trabajo del pobre Miércoles.

Tras rendir honores a los viejos soberanos, los más de sesenta improperios tomaron asiento en el gran salón. Todos aguardaban ansiosos que a algún insulto se le fuera la lengua. Y en efecto. Los debates se convirtieron en injurias, ofensas y mentadas de grueso calibre.

Al término de la primera jornada, los viejos Diantre y Cáspita dieron por concluida la deliberación sin decidirse por un sucesor. El suelo del Salón Insultante quedó hecho una porquería. Ardua tarea para Miércoles, quien recogió dos tachos de insultos y una bolsa de maldiciones.       

Las deliberaciones continuaron en una segunda jornada. Al final del día, el atareado Miércoles acopió cuatro tachos industriales repletos de agravios, desprecios y ultrajes.    

Una situación similar se repitió en el tercer día. Los debates y deliberaciones concluyeron sin ningún consenso. Por el contrario, todos se acusaban de ser vulgares lenguaraces que ya se creían soberanos. En esta tercera jornada, Miércoles casi se rompe el espinazo baldeando y fregando montañas de groserías.  

La cuarta jornada, pese al alboroto de la mayoría de aspirantes al trono, se llevaron a cabo algunas discusiones:

―¡Chuta, me machuqué el dedo! ¡Chuta, perdimos la batalla! ¡Chuta, ya son las doce y aún no paro la olla de arroz! ―argumentaba a su favor la interjección Chuta.

―¡Qué verchis, no quiero bañarme! ¡Qué verchis, me caigo del caballo! ¡Qué verchis, la abuela estiró la pata! ―vociferaba el modismo Qué verchis desde su asiento.

―¿Y si el dolor es demasiado para decir Chuta, me machuqué el dedo? ¿Y si ya me caigo del caballo hasta decir Qué verchis? ―intervino en la discusión la onomatopeya Huy―. ¿No es mejor proferir un preciso Huy y luego sobarse el dedo o caerse sin tanto trámite?

―¡Eh! ¡Bum! ¡Tras! ¡Plaf! ¡Chas!  ―la apoyaron las ruidosas onomatopeyas.

―¡Scheibe! ¡Shit! ¡Ishmadamikue! ―la embarraron los términos fecales.

El viejo monarca Diantre se mesaba los cabellos blancos mientras rogaba orden y compostura. Pero nadie le hacía caso.

―¡Chuta, no quiero bañarme! ¡Chuta, me caigo del caballo! Definitivamente sueno mejor ―argumentaba la interjección Chuta―. Merezco ser la soberana.

―¡Asna! ¡Burra! ¡Bueya! ―la insultaron los improperios de connotación animal.

―¡Mangaja! ¡Papanatas! ¡Shunsha! ―las voces de los denuestos dirigidos a la falta de inteligencia metían relajo en el Salón Insultante.

Exhaustos, los ancianos monarcas concluyeron la cuarta jornada de deliberaciones. Decidieron que al día siguiente se realizaría una elección final entre los tres candidatos más opcionados: la interjección Chuta, el modismo Qué verchis y la onomatopeya Huy. De esa terna surgiría el nuevo soberano de Insultación.

Al finalizar la cuarta jornada, Miércoles pagó los platos rotos por las deliberaciones. Se fracturó una vértebra por barrer, fregar y trapear tanta acumulación de lisuras y majaderías.      

Al siguiente día, las puertas del Salón Insultante se abrieron al mediodía. Hubo discursos de cierre de campaña, pero durante las votaciones estalló una guerra sucia, vulgar y procaz. Los viejos monarcas impusieron el orden con la amenaza de suspender las elecciones.

―¡Chuta, qué relajo! ¡Chuta, qué dolor! ¡Chuta, qué iras! ―retomó el discurso la aspirante Chuta―. ¡Chuta-mangos! ¡Chuta-madre! ¡Chuta-no! Sueno bien en cualquier circunstancia comunicativa y en cualquier combinación ortográfica. Soy la mejor opción.

―¡Chuta, qué asna! ¡Chuta, qué burra! ¡Chuta, qué bueya! ―relinchaban los improperios animales, que habían decidido respaldar a Qué verchis.

 ―¡Fu! ¡Bah!! ¡Puf! ―chiflaban las onomatopeyas.

―¡Mangaja! ¡Papanatas! ¡Shunsha! ―metían relajo los denuestos contra la inteligencia.

Hasta que finalmente los viejos Diantre y Cáspita, hartos de tanta majadería, cumplieron su amenaza y suspendieron las elecciones.

Ante la falta de un aspirante de consenso, todos estuvieron de acuerdo con la suspensión, excepto un asistente: el higienizador real. Harto de recoger tanta porquería, perdió los estribos y se puso a insultar repitiendo su nombre:

―¡Miércoles! ―exclamó con voz ronca―. ¿Hasta cuándo van a seguir así? ¡Me tienen hasta la Miércoles con sus discusiones! ¡Su cónclave es una pura Miércoles! ¡Váyanse a la Miércoles! ¡Hijos de la grandísima Miércoles!

El silencio cubrió el Salón Insultante como un mantel blanco sobre una mesa. Las interjecciones, improperios y denuestos quedaron boquiabiertos ante el arresto explosivo del inesperado orador.

―¡Miércoles! ¡Miércoles! ¡Miércoles! ―comenzaron a vitorear Sheibe, Shit e Ishmadamikue, que enseguida adoptaron a Miércoles como un término fecal.

―¡Huy! ―aceptó su derrota Huy.

―¡Qué verchis! ―asintió Qué verchis.

―¡Chuta, Miércoles! ―dijo Chuta con envidia.

Los viejos Diantre y Cáspita se miraron exhaustos, satisfechos. Por fin podían abdicar. El reino de Insultación tenía un digno sucesor.

―¡Miércoles! ―dijo Miércoles mientras dejaba sus adminículos de higienizador para pasar al frente del Salón Insultante.

Desde entonces, Miércoles es el monarca de los insultos. Su reinado es tan poderoso que se extiende prácticamente a todas las bocas humanas. Casi a todas las lenguas.

Autor: Mario Conde