El rey Miércoles

Vivía en Gramatilandia una pareja que tenía siete hijos. La madre y el padre, doña Semana y don Mes, se sentían orgullosos de sus hijos. Bueno, no de todos. En cada familia siempre hay un hijo descarriado, la oveja negra, el que no aprende ni a palos. Por lo general, el descaminado de la familia suele ser el primero o el último hijo. No en esta historia. El descarriado era el tercero, Miércoles. Lo que nunca se imaginó doña Semana, ni don Mes, ni sus seis hermanos, de Lunes a Domingo, fue que un día Miércoles llegaría a ser soberano de la más poderosa comarca de Gramatilandia.

Para decir la verdad, en el desprestigio de Miércoles había envidia e injusticia. De hecho, era quizá el mejor de sus hermanos. Por ejemplo, Lunes, el mayor, vivía cansado todo el tiempo y siempre andaba refunfuñando por tener que ir al trabajo. Martes era un supersticioso insufrible, especialmente los días 13. Jueves y Viernes vivían para la fiesta. Sábado nunca trabajaba más de medio día. ¡Y ni qué decir de Domingo! Un redomado vago que dormía hasta pasadas las 11 de la mañana. Para abreviar el cuento, la mala fama del tercer hijo de doña Semana se debía a la inquina de sus hermanos, que no tenían reparos en desprestigiarlo por el simple hecho de que a él le gustaba trabajar. Incluso su nombre era más largo que el de todos. m-i-é-r-c-o-l-e-s ¡9 letras en total!

En cierta ocasión, tanta fue la envidia de Sábado y Domingo, los gandules de la familia, que urdieron un plan para librarse de su esforzado hermano. Como quien no quiere la cosa, convencieron a Miércoles de que en la Comarca de Insultación, la más lejana de Gramatilandia, estaban buscando trabajadores diligentes como él. Sin sospechar que se trataba de un embuste, Miércoles abandonó la casa familiar y fue a buscarse la vida en Insultación.

Nada más llegar a Insultación comprendió el engaño. Pero Miércoles no estaba dispuesto a regresar como el hazmerreír de sus hermanos, así que ingresó en la Corte y solicitó un trabajo de lo que fuera.

Para su mala suerte, en aquellos días el rey Diantre, en mutuo acuerdo con la reina Cáspita, había decido abdicar al trono de Insultación y se disponía a buscar un sucesor. No había, pues, trabajo en la comarca, excepto el arreglo y limpieza del salón donde tendrían lugar las deliberaciones para decidir quién sería el sucesor del rey Diantre. Era lo único disponible así que, a lo hecho pecho, Miércoles se proveyó de una escoba, una cubeta y un trapeador. Se le confirió así el título de higienizador real del salón insultante.

Glorioso y soez había sido el régimen de los viejos monarcas Diantre y Cáspita. En tiempos de esplendor, no había lengua humana que no expresara dolor, rabia, desaprobación o asombro sin pronunciar sus majestuosos nombres:

―¡Diantre, me machuqué el dedo! ¡Diantre, perdimos la batalla! ¡Diantre, tengo que parar la olla de arroz! ―vociferaban unos.

―¡Cáspita, me robaron el caballo! ¡Cáspita, me caigo! ¡Cáspita, la abuela está enferma! ―berreaban otros.

Los monarcas de los insultos se paseaban de boca en boca. En las quejas del labriego, en las peleas del comerciante, en los himnos del trovador. Tal era su fama que algunos autores los transcribieron a los libros para darles vida a las palizas de Don Quijote o a las aventuras de Los tres mosqueteros. Los soberanos de Insultación gobernaban a la sin hueso. Nadie se libraba de prorrumpir de vez en cuando un furioso Diantre o una encrespada Cáspita.

Pero la gloria y el esplendor son intensos y pasajeros, como el dolor de barriga. Tras siglos de reinado, Diantre y Cáspita estaban viejos y en desuso. Ya nadie recordaba su existencia. Si de casualidad alguien los leía en algún libro de Cervantes o de Dumas, recurría al auxilio del diccionario:

―¡Ah! Eran insultos arcaicos, de la era de la chispa.

Fue cuando Diantre agachó la cabeza revestida de canas y decidió que Insultación requería un nuevo monarca.

Su majestad, Cáspita, lo tomó de la mano, levantó la cabeza y se aprestó a pasar al olvido con dignidad.

Imprecaciones, improperios y denuestos de todas las comarcas y de varias lenguas acudieron al llamado de los viejos soberanos. Se presentó así un ruidoso y gutural Sheibe de la lengua alemana. Vino también un indecente Shit del inglés. No faltó un Ishmadamikue del quichua.

No solo concurrieron al congreso términos fecales. De la lengua española se presentaron un sinnúmero de interjecciones: ¡Caracoles! ¡Caracho! ¡Carajo! ¡Caramba! ¡Caray! ¡Chuso! ¡Chuta! ¡Cuernos! ¡Demonios! ¡Diablos! ¡Hijuepato! ¡Mecachis! ¡Naranjas! ¡Narices! ¡Pardiez! ¡Púchica! ¡Qué verchis! ¡Recórcholis! ¡Repámpanos! ¡Zambomba!

Llegaron también improperios de la variedad de las bestias de carga: ¡Animal! ¡Asno! ¡Bestia! ¡Borrico! ¡Burro! ¡Caballo! ¡Mula! ¡Yegua!

No faltaron denuestos contra la falta de inteligencia: ¡Badulaque! ¡Bobo! ¡Bruto! ¡Cretino! ¡Insensato! ¡Mangajo! ¡Mentecato! ¡Necio! ¡Papanatas! ¡Pendejo! ¡Retrasado! ¡Shunsho! ¡Tarado! ¡Tonto! ¡Torpe! ¡Zopenco!

Se presentaron, por último, quince bulliciosas onomatopeyas que no tenían la mínima oportunidad de convertirse en soberanas de Insultación. Pero ahí estaban, gritonas y entrometidas como ellas solas: ¡Ah! ¡Ay! ¡Bah! ¡Bum! ¡Chas! ¡Eh! ¡Fu! ¡Huy! ¡Oh! ¡Plaf! ¡Plum! ¡Puf! ¡Tras! ¡Uh! ¡Zas!

Más de sesenta escarnios se dieron cita, todo un cónclave de términos soeces del cual saldría el nuevo soberano. No habían iniciado aún las deliberaciones, y el salón insultante estaba ya hecho un asco pues, decían las malas lenguas, los términos fecales la habían embarrado. Desagradable e ingrato iba a resultar el trabajo de Miércoles.

Tras presentar honores a los viejos monarcas, las seis y pico decenas de improperios se acomodaron en los asientos del salón insultante. El evento inició el Viernes en la mañana, hermano menor de Miércoles particularmente elegido pues, como antes se dijo, gusta más de la fiesta que del trabajo, lo que garantizaba su imparcialidad en caso de que a algún insulto se le fuera la lengua.

Efectivamente. Los debates se convirtieron en injurias, ofensas y humillaciones gratuitas. Al final, los viejos Diantre y Cáspita dieron por concluida la primera jornada sin haberse decidido por sucesor alguno.

Después de barrer a montones, Miércoles recogió dos tachos de insultos y una bolsa de maldiciones.

Las deliberaciones continuaron el Sábado y el Domingo, días igual de flojos que su hermano Viernes. Ambos se hicieron de oídos sordos a cualquier agravio, desprecio o ultraje.

En ambas jornadas, Miércoles acopió cuatro tachos industriales de palabrotas.

Una situación similar aconteció con el Lunes. Andaba tan molido por ser el primer día de la semana que no le prestó atención a unos vulgares lenguaraces que se las daban de soberanos.

En esta jornada, Miércoles casi se rompe el espinazo por baldear y fregar montañas de groserías.

El Martes, pese al temor de que tanta imprecación le trajera mala suerte, escuchó con atención las acaloradas discusiones de los aspirantes al trono:

―¡Chuta, me machuqué el dedo! ¡Chuta, perdimos la batalla! ¡Chuta, ya son las doce y aún no paro la olla de arroz! ―argumentaba a su favor la interjección Chuta.

―¡Qué verchis, me robaron el caballo! ¡Qué verchis, me caigo! ¡Qué verchis, la abuela estiró la pata! ―vociferaba el modismo Qué verchis desde su curul.

―¿Y si el dolor es demasiado para decir Chuta me machuqué el dedo? ¿Y si ya me caigo hasta decir Qué verchis? ―irrumpió en la discusión la onomatopeya Huy―. ¿No es mejor proferir un preciso Huy y luego sobarse el dedo o caerse sin tanto trámite?

―¡Eh! ¡Bum! ¡Tras! ¡Plaf! ¡Chas! ―la animaron las ruidosas onomatopeyas.

―¡Asno! ¡Burro! ¡Animal! ―relincharon los improperios de la variedad de las bestias de carga.

―¡Sheibe! ¡Shit! ¡Ishmadamikue! ―gritaban pestes los términos fecales.

El viejo monarca Diantre se mesaba los cabellos blancos mientras pedía orden y compostura. Pero nadie le hacía caso.

―¡Chuta, me robaron el caballo! ¡Chuta, me caigo! Definitivamente sueno mejor ―argumentaba la interjección Chuta―. Merezco ser la soberana de Insultación.

―¡Fu! ¡Bah! ¡Puf! ―chiflaban las onomatopeyas.

―¡Asna! ¡Burra! ¡Animala! ―relinchaban los improperios de la variedad de las bestias de carga.

―¡Mangaja! ¡Papanatas! ¡Shunsha! ―las voces de los denuestos contra la inteligencia metían relajo en el salón insultante.

Exhaustos, los viejos monarcas concluyeron la quinta jornada de deliberaciones. Decidieron que al día siguiente se llevaría a cabo una elección final entre los tres candidatos más opcionados: la interjección Chuta, el modismo Qué verchis y la onomatopeya Huy. De aquella terna saldría el nuevo soberano de Insultación.

Al final de la quinta jornada, Miércoles pagó los platos rotos por las deliberaciones. Se le desgonzó una vertebra por barrer, baldear, fregar y trapear tanta acumulación de lisuras y majaderías.

Al próximo día las puertas del salón insultante se abrieron a las doce. Vinieron los discursos de cierre de campaña, pero al momento de las votaciones se desató una sucia, vulgar y procaz guerra. Los viejos monarcas impusieron el orden con la amenaza de suspender las elecciones.

―¡Chuta, qué saladera! ¡Chuta, qué dolor! ¡Chuta, qué iras! ―retomó el discurso la primera aspirante―. ¡Chuta-mangos! ¡Chuta-madre! ¡Chuta-no! Sueno bien en cualquier circunstancia comunicativa y en cualquier combinación ortográfica ―argumentaba segura de su victoria la conjunción Chuta.

―¡Chuta, qué asna! ¡Chuta, qué burra! ¡Chuta, qué animala! ―relinchaban los improperios de la variedad de las bestias de carga, que habían decido apoyar a Qué verchis.

―¡Fu! ¡Bah!! ¡Puf! ―chiflaban las onomatopeyas.

―¡Mangaja! ¡Papanatas! ¡Shunsha! ―los denuestos contra la inteligencia estaban empeñados en armar el relajo en el salón insultante.

Hasta que al fin los viejos Diantre y Cáspita, hartos de tanta majadería, cumplieron con la amenaza de suspender las elecciones.

Como ningún insulto estaba de acuerdo, todos concordaron con el mandato de los monarcas, menos uno a quien le fastidió sobremanera la idea de una sexta jornada suspendida. Se trataba del higienizador real del salón insultante, el tercer hijo de doña Semana y don Mes que estaba hasta la coronilla de aquellas elecciones.

―¡Miércoles! ―gritó con voz ronca―. ¿Hasta cuándo piensan seguir? ¡Me tienen hasta la Miércoles sus discusiones! ¡Su cónclave es una pura Miércoles! ¡Váyanse a la Miércoles! ¡Hijos de la grandísima Miércoles!

El silencio cubrió el salón insultante como un mantel blanco de mesa. Las interjecciones, improperios y denuestos se quedaron boquiabiertos ante el arresto explosivo del inesperado orador.

―¡Miércoles! ¡Miércoles! ¡Miércoles! ―comenzaron a vitorear Sheibe, Shit e Ishmadamikue, que enseguida adoptaron a Miércoles como una peste.

―¡Huy! ―aceptó la derrota Huy.

―¡Qué verchis! ―asintió Qué verchis.

―¡Chuta, Miércoles! ―dijo Chuta con envidia.

Los viejos Diantre y Cáspita se miraron exhaustos y satisfechos. Al fin podían abdicar. La comarca de Insultación tenía un digno sucesor.

―¡Miércoles! ―dijo Miércoles mientras pasaba al frente del salón insultante.

Desde entonces, el rey Miércoles gobierna la comarca de Insultación. Su reinado es tan poderoso que abarca prácticamente todas las bocas humanas. Y casi todas las lenguas.

Autor: Mario Conde