Esta muerte me está matando
I
Al llegar a la intersección de la 9 y los Álamos se percata de que el semáforo está fuera de servicio. Con rabia, Santos golpea el volante de la unidad y esboza una mueca de fastidio. Otra vez. ¡Siempre lo mismo, miércoles! ¿Por qué siempre que pasa por la intersección de los Álamos se topa con el semáforo dañado? Le echa un vistazo al reloj del tablero del taxi. Las tres y cuarenta y seis, casi las cuatro. Se palpa el bolsillo de la camisa donde guarda el dinero de las carreras. Los dedos apenas si sienten el contacto de los billetes. Con suerte habrá tres o cuatro de baja denominación. El día ha estado flojo: demasiado sol y pocos pasajeros en las calles. Y justo ahora que está por empezar la hora pico, el momento para engordar el bolsillo, va a quedarse atascado en el condenado semáforo de los Álamos.
Santos baja la marcha de la unidad de tercera a segunda y avanza unos metros, tratando de resistirse a ingresar en ese endemoniado congestionamiento. Se le ocurre retroceder y darse la vuelta de algún modo, pero demasiado tarde. El espejo retrovisor le muestra varios autos detrás, rugientes y amenazantes, empujándolo al caos. Las luces de advertencia, los bocinazos y los insultos no se hacen esperar: un ruido incesante se proyecta desde los vehículos amontonados contra las fachadas de las casas y edificios aledaños. Los conductores se disputan a dentelladas cada centímetro de la calle. ¿A qué viene tanto desmadre si el semáforo sigue apagado e indiferente?
Santos se fija al lado derecho de la vía, hacia una transversal en curva que desemboca también en los Álamos. Ahí el origen del relajo. Cuatro vehículos —dos automóviles de tono gris, una furgoneta escolar amarilla y una camioneta blanca—, detenidos en medio del cruce, impiden la circulación en ambos sentidos. Pero esos cuatro no son los únicos culpables. La transversal, que a más de curvada es de doble vía, permite la salida de los Álamos. Sin embargo, en ese momento un camión distribuidor de comida, pintado de celeste cielo, se halla estacionado allí. En definitiva, imposible escapar del maldito embotellamiento. Malhumorado, Santos pone la marcha en neutro y alza el volumen del radio.
Luego, al volver a centrar la atención, ve de reojo que el camión celeste cielo se echa a andar. Le parece que alguien corre por un extremo de la transversal curvada. Sus sentidos aguzados —no por nada lleva diez años de taxista—, le gritan que tome esa transversal y escape del embotellamiento. Ahora o nunca. Es cuestión de segundos para que los demás autos aprisionados se percaten de esa válvula, se amontonen demencialmente y bloqueen la vía. No hay tiempo que perder. Santos coloca la marcha en primera, gira el volante y hunde el acelerador. El taxi ruge mientras vuela hacia la transversal curvada.
Pero no logra avanzar más de treinta metros. Santos experimenta el vértigo de la picada. De pronto, distingue entre el esmog y el abundante sol de la tarde que una silueta se lanza a la calle, detrás del camión distribuidor de comida.
Un grito prolongado y angustioso surge de alguna parte:
—¡Cuidaaado!
El freno se hunde a fondo. Los neumáticos chirrían. Santos apenas es consciente de que la parte delantera de la unidad, amarilla y reluciente, resbala inconteniblemente contra un hombre que corre por media vía. El hombre levanta los brazos y se cubre la cabeza. Seguramente la acción transcurre en un segundo, o menos, pedazos de segundo que Santos vive escena por escena como en los replays de las transmisiones de fútbol.
El tiempo se vuelve elástico y gelatinoso.
Imposible sustraerse a esa física en cámara lenta. Santos gira el volante hacia la izquierda. El arrollamiento es inevitable, pero aún hay la posibilidad de impactar de lado. La unidad se tuerce rabiosamente hacia la acera.
Un segundo grito se esparce por el aire:
—¡Nooo!
Santos cierra los ojos: un golpe al lado izquierdo de la delantera, el chirrido de los neumáticos contra el asfalto, un trancazo seco.
Quizá al mismo tiempo que se produce el golpe, que huele a neumáticos quemados y a líquido de frenos, un tercer grito irrumpe al extremo de la curva:
—¡No, el poste!
El tiempo se estira como chicle.
La unidad sigue avanzando, lenta, prolongadamente. Santos abre los ojos y busca el poste de luz. Nada. Falsa alarma. No recuerda haber enderezado el volante, pero ahora el taxi se desplaza en línea recta. Temblando y lleno de un sudor que le cubre el rostro como una máscara, observa por el espejo retrovisor. Cobra conciencia de lo ocurrido: en la calle yace un cuerpo vestido con un mandil celeste cielo, el mismo color del camión repartidor.
El tiempo se estira aún más, casi hasta la inmovilidad.
A través del retrovisor, Santos mantiene la mirada fija en la cabeza de la víctima, la misma que se cubrió antes del impacto. ¿Acaso acaba de cargarse a ese repartidor tirado en el suelo? Se fija en el cabello largo regado en el asfalto, en un hilo rojo que emana de la boca.
Santos se estremece. Un dolor le está naciendo en alguna parte de la espalda, la cintura o el trasero. Si el tiempo se ha reducido a su mínima expresión, el peso de su cuerpo se ha elevado a la máxima potencia. Siente que por los brazos y por las piernas le corre concreto en vez de sangre. Entonces nota que ha soltado el volante. El taxi se ha detenido unos metros delante del cuerpo tendido.
Un último grito emerge en el vacío:
—¡Una ambulancia!
A Santos se le viene a la mente un auto blanco y rojo, con sirenas y luces. Pronto llegará una ambulancia. Los paramédicos se llevarán al herido. Luego vendrá la Policía, le colocarán las esposas y lo subirán a una patrulla. De allí directo al tarro. La idea de la cárcel le obliga a volver a mirar por el retrovisor y observar al pobre infeliz tirado en la calle. ¿Estará muerto?
El tiempo sigue moviéndose en cámara lenta.
Ahora Santos ha dejado de respirar: el aliento confinado en los pulmones, un mareo como si el auto diese vueltas de campana hasta que el instinto, el salvador instinto, le obliga a soltar el aire, a aspirar una bocanada de oxígeno que le aliviana el cuerpo. Enseguida le parece entrever que dos luces intermitentes —una azul y una roja— se aproximan. Seguramente se trata de una patrulla. Santos le echa un último vistazo al retrovisor y al cuerpo de la víctima. ¿Qué hacer? Las luces se aproximan aún más y lo decide en ese momento. Toma el volante. Hunde el pie en el acelerador. Emprende la fuga, lejos del lugar de los hechos.
La velocidad destroza los movimientos en cámara lenta. Los segundos vuelven a correr como segundos.
II
Pese a sus diez años como taxista, las calles de ese sector de la ciudad le resultan desconocidas. Las nociones de tiempo, espacio y velocidad, enredadas. Ahora el dolor se manifiesta hacia arriba, en los hombros y en el cuello. Santos no sabe precisar si el vehículo anda lento o a prisa. Dirige la vista al velocímetro: 45 km por hora. A esa velocidad nadie sospechará que huye de la justicia.
Pero, ¿un momento?, el taxi avanza por una calle prolongada, peligrosamente principal. Grave error. Si las luces que advirtió aproximándose eran de un patrullero, habrán ya alertado a algún refuerzo para que lo intercepte al final de la calle. Santos experimenta un frío en el vientre. Su situación se complica. Con seguridad en ese momento la Policía ya debe tener la descripción de la unidad. Está perdido. Se fija en el capó, amarillo y brillante. Un momento, ¿cuál descripción? ¿Una unidad de color amarillo con el distintivo de taxi, igual que veinte mil vehículos más que circulan por la ciudad? Se tranquiliza. La Policía no le echará el guante tan fácilmente.
Un por si acaso, mejor alejarse del rumbo. En la siguiente intersección, gira a la izquierda y avanza dos cuadras, completamente despejadas, ornamentadas con unos arupos en las aceras. Se halla en un sector elegante. Piensa en detenerse. Pero no. Quizá puede despertar sospechas. ¿Qué hace una unidad estacionada en un barrio lujoso, en el mismo sector donde un taxi se llevó por delante a un pobre infeliz? Definitivamente el lugar no es el apropiado. Santos expulsa una bocanada de aire y el dolor le sube desde el cuello hasta la cabeza. Continúa avanzando a velocidad moderada, ni muy lento ni muy rápido para no llamar la atención.
Tras recorrer varias cuadras empieza a cobrar conciencia de lo ocurrido. Acaba de fregarle la vida a alguien, y de paso se ha fregado la suya también. Se le viene a la mente la imagen de su esposa, y las de sus dos chicos. ¿De qué van a vivir mientras él esté en la cárcel? ¿Un momento?, reflexiona, ¿por qué la cárcel? Ninguna patrulla viene siguiéndolo. ¿Acaso alguien habrá logrado identificarlo? Imposible. Ni siquiera el dueño de aquella voz que se dio modos para gritar cuatro veces en cuestión de segundos.
Santos avanza por calles cerradas, evitando observar a los lados y fijándose solo en el asfalto negro por delante. De pronto, un gran espacio abierto, ineludible. Allí se extiende una cancha de fútbol. Centra la atención y observa que dos equipos disputan un partido. Reduce la velocidad. Varios autos parqueados en la vereda contraria de la cancha. El color amarillo resalta en la fila: tres taxis estacionados entre otros vehículos. El escondite perfecto. Santos detiene la unidad. Se parquea detrás de una camioneta blanca, apaga el motor y levanta el freno de mano. ¡Rainggg! El sonido rechinante le anuncia que se encuentra a salvo. Todo está bien, excepto por el penetrante dolor en el cuello y la cabeza.
III
Abre la puerta de la unidad despacio, procurando mostrarse calmado. El primer impulso es comprobar cómo ha quedado el guardachoque delantero. Pone un pie en la calle. Un tirón en la espalda. Tarea difícil dominar los nervios. Le tiemblan los dedos. Un molesto sudor le baña el rostro. El segundo pie se planta en la calle y Santos sale de la unidad. Cierra la puerta con cautela, como si al abandonar el auto quedara desvalido. Mira el frente, hacia tres graderíos alrededor del campo de juego. Algunos aficionados presencian el partido. Se hallan de espaldas a la calle de modo que no pueden observarlo.
¿Y a qué viene tanto miedo? ¿A quién le va a parecer sospechoso que a un taxista le guste el fútbol? ¿Acaso no es lo que suelen hacer sus compañeros del gremio cuando andan bajas las carreras?
Santos da dos pasos hacia el frente de la unidad. Le falta uno más para observar el guardachoque del lado izquierdo, donde ocurrió el impacto. Se dispone a avanzar, cuando distingue la figura de un hombre trotando con un perro salchicha. Se contiene, confuso. El sudor arrecia por su rostro.
¿Qué tal si el tipo sospecha algo al sorprenderlo revisando el guardachoque? ¿Y si allí hay sangre?
Asume lo de la sangre como un hecho. Debe limpiarla para borrar toda evidencia, porque una cosa es andar con las latas golpeadas y otra, distinta y comprometedora, llevarlas ensangrentadas. El tipo del perro se aproxima a buen ritmo. Santos reflexiona que, sobre todo, el tipo no debe ver la sangre. Hay que ocultar el crimen. Da enseguida el paso faltante y se para frente al guardachoque. Cruza los brazos y dirige la vista a la cancha, como si se interesara en el juego de fútbol. Piensa en silbar y alentar a uno de los equipos, pero se detiene en el último momento. Incluso un silbido injustificado —chiflar cuando el balón está fuera de juego, por ejemplo— podría delatarlo.
Una vez que perro y amo pasan, gira la cabeza con cuidado. Observa de reojo el guardachoque. Nada. Negro e intacto, sin un rasguño. Expulsa una gran bocanada de alivio. Se reprocha y se felicita al mismo tiempo. ¿A qué viene tanto miedo? ¡No hay de qué preocuparse! El taxi no tiene ningún salpicado rojo. Ahora difícilmente podrán vincularlo con el crimen. ¿Un momento?, vuelve a reflexionar, ¿cuál crimen? Solo ha ocurrido un accidente de tantos, sin consecuencias mayores. Solo tiene que esperar que las cosas se calmen para regresar a casa.
Cruza la calle a fin de distraerse con el juego. Desea ocupar un graderío y relajarse, lejos del auto. Además, si llega a venir un patrullero, bien puede fingir que la unidad no le pertenece. Se para a un lado de la cancha y busca con la mirada un lugar donde sentarse. Las incidencias del juego le despejarán la mente. Sin embargo, este no es su día. Justo en ese momento el árbitro levanta la mano derecha y dispone el final del primer tiempo. ¡Qué de a malas! Pero no, al instante lo piensa mejor. Ningún de a malas. El descanso le favorece. Por quince minutos habrá veintidós personas más en los graderíos. Su presencia en el sitio pasará desapercibida.
Sus deseos no se cumplen. No bien se ha acomodado en la tercera grada, un tanto apartado de los demás espectadores, le parece que el portero de uno de los cuadros lo observa con curiosidad. Luego, el árbitro que dirige el encuentro hace lo mismo. Y un defensa de hombros abultados como jugador de fútbol americano. Y un espigado delantero que lleva la camiseta número 7. Y los demás jugadores de ambos equipos. Y los hinchas de los graderíos.
¿Por qué todas las miradas del lugar están clavadas en él? ¿Aquello es producto de su imaginación o acaso el sudor que siente bajar por su rostro lo delata?
Percibe un sabor agridulce en el paladar, un inconfundible sabor a sangre. Tal vez la tensión ha hecho que se abra una hemorragia en la nariz y esto explica las miradas. A Santos le da la impresión de que los jugadores y los espectadores, quizá unas cincuenta personas, empiezan a acercarse, expectantes. Aquello no está bien. En esas miradas se adivina una súbita complicidad, como si pretendieran cercarlo. Se pone de pie rápidamente. Debe largarse de allí. En su mente se configura una imagen que le confiere seguridad: su casa, su hogar, su refugio. Solo allí dentro, cuando atraviese el portón negro y lo cierre, se hallará a salvo. Santos se encamina con disimulo al taxi.
Contrario a sus temores, que jugadores y aficionados se echen a correr tras él, nadie se mueve. Todos lo miran en silencio, desde los graderíos y el campo de juego. Se convence entonces de que no está sangrando; aquellas personas lo observan por otra cosa. Quizá porque le huelen el miedo, los remordimientos, la culpa.
Termina de cruzar la calle y abre la puerta del taxi. Una vez en el interior, tapizado de un azul tenue, vuelve a percibir el olor a líquido de frenos. Trata de reflexionar. ¿Por qué todos se han quedado mirándolo? ¿Por qué siente el rostro completamente empapado? Se acomoda en el asiento del taxi y le echa seguro a la puerta. Hora de la verdad. Levanta la cabeza lentamente para verse en el espejo retrovisor.
Un grito ahogado.
Un escalofrío debajo de la piel.
Una descarga en la columna vertebral.
En el fondo del espejo, un rostro desencajado, el rostro moribundo del tipo atropellado lo observa dolorosamente.
IV
Lo primero que hace tras recobrarse de la impresión es voltear la cabeza hacia el asiento posterior. Como en una película de terror, teme encontrar el cuerpo del atropellado, su cuerpo desencajado y moribundo. Pero no. Nada. El asiento está vacío, azul y tenue, igual que la tapicería. Santos proyecta la vista a través de los vidrios traseros, en dirección a la calle. Nada tampoco. Solo el asfalto duro y solitario. Vuelve a ver por el espejo retrovisor. En el fondo de la luna, el tipo atropellado sigue observándolo.
Aparta la vista del espejo, presa del pánico. Extiende la mano hacia el seguro de la puerta. Repara en que ya lo cerró antes. Se le ocurre largarse, enviar luego a alguien a recoger la unidad. Sí, esa es la solución; sin embargo, este no es su día. Al momento de presionar el seguro de la puerta, distingue el reflejo de dos luces intermitentes, una roja y una azul. ¡El patrullero! Se queda clavado en el asiento. La idea de la cárcel le aterra tanto como la mirada moribunda del espejo. Agacha la cabeza lo más que puede. Cruza los dedos para que la Policía pase de largo.
Apresado entre el volante y el asiento, comprueba una vez más que su noción de la realidad anda enredada. La culpa lo traiciona. El sudor lo baña de la cabeza a los pies. No es consciente del tiempo que permanece agachado, observando la tapicería azul y las figuras de las moquetas de goma. Respira y aguarda. Respira y le duele el cuello y la cabeza. Espera escuchar el motor de la patrulla al pasar calle abajo, pero nada. Tampoco las luces cobran intensidad; es decir, el patrullero no se ha detenido.
¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso la Policía se ha aproximado sin luces y ahora viene a apresarlo? ¿Tiene sentido esconderse más?
Santos decide entregarse. Resignadamente, se lleva las manos a la nuca, un acto de rendición incondicional, y se incorpora.
Para su sorpresa, ningún policía se halla ante la puerta de la unidad. Voltea de nuevo la cabeza hacia atrás y busca un patrullero. Ninguno. Ni atrás ni adelante ni al lado de la cancha de fútbol; solo los jugadores y los espectadores que continúa observando a la distancia. Al frente, junto a la acera, la camioneta blanca y más adelante la fila de autos parqueados. La calle luce normal.
¿A dónde se han ido las luces intermitentes? ¿Las ha visto en realidad o la culpa le hace imaginar cosas?
Decide que todo es producto de la culpa. Las luces intermitentes no existen. El tipo del espejo solo está en su mente. Las personas de la cancha ni siquiera se han fijado en él. El echarle la culpa a la culpa le ayuda a tranquilizarse. Santos respira hondo y enciende el vehículo. Con todo, mientras se aleja, evita mirar por el espejo retrovisor.
V
Se siente a salvo al cerrar el portón de su casa. Lo curioso es que no recuerda cómo ha llegado hasta ahí. El trayecto desde la cancha hasta la seguridad de su hogar se ha borrado, igual que la escena de una película en la que se omiten los sucesos sin importancia. Tampoco tiene conciencia de haber apagado el taxi, haber subido el freno de mano o haberse bajado. Ningún recuerdo. Sin embargo, ahí está el portón negro, cerrado. La Policía no lo ha pillado. Al parecer, nadie ha identificado el número de disco de la cooperativa. Santos deja el portón tras de sí. En sus pasos se adivina confusión.
Al abrir la puerta de la sala experimenta un ligero mareo. Respira hondo y otra vez el dolor en el cuello y la cabeza, acompañado por una repentina sensación de cansancio. ¿Qué le ocurre? ¿Por qué el dolor no le da tregua? ¿Por qué se siente cansado? Decide lo que debe hacer de inmediato. Tomar una aspirina, recostarse, dormir un rato y despertarse como si nada. La tarde ha sido terrible. El cuerpo le exige reposo y silencio.
¿Silencio?
Este último pensamiento lo perturba. ¿Por qué tanto silencio? No recuerda haber escuchado el ruido de la puerta al cerrarse. Anda y desanda por la sala. Arrastra los pies y el cuerpo. Pero no hay ruido de pasos. Zapatea débilmente contra el piso. Todo es silencio.
¿Ahora qué? ¿Dónde está la voz de su esposa y el bullicio de los chicos? ¿Por qué no escucha nada?
Santos hace memoria de las acciones de la tarde: el accidente en la intersección de los Álamos, la fuga por el barrio residencial, el alto en la cancha de fútbol. Cae en cuenta de que el último sonido que recuerda es el del freno de mano: ¡Rainggg!
¿Acaso el silencio, el dolor y ese inusual cansancio vienen también con la culpa? Nervioso, se lleva una mano a las sienes y los dedos le quedan empapados. Se dirige paso a paso hasta el espejo del baño.
Para su sorpresa, descubre que el cuello no se mueve y que la cabeza permanece inclinada, seguramente con tortícolis a causa del estrés. Se para de puntillas ante el espejo, sin lograr verse más arriba del mentón. ¡Lo que le faltaba! Ahora ni siquiera puede levantar la cabeza para verse al espejo. Hace esfuerzos desesperados, soportando terribles dolores en el cuello. Necesita observarse. Saber cómo está su cabeza y averiguar qué es ese sudor excesivo. Realiza un último intento y la cabeza se levanta un par de centímetros, suficientes para ver el reflejo del espejo. En el fondo se dibuja el rostro moribundo del atropellado. El cabello largo regado en el asfalto. Un hilo rojo por la boca.
Le arden los ojos al instante. Una congestión en las mucosas nasales. Cuando está por echarse a llorar, desfalleciente, distingue un nuevo reflejo de luces intermitentes, azules y rojas.
Aguza la vista empleando sus últimas fuerzas. Ahora no se trata de su imaginación. Esta vez las luces azules y rojas se reflejan en el baño de su casa. Se cubre con la palma de la mano para evitar el destello. Al final la Policía ha dado con él. Afuera debe estar una patrulla. Ve las luces aunque no escucha nada. Centra la atención en el espejo, en la imagen del rostro moribundo que sigue observándolo.
Entonces, un segundo reflejo de luz lo obliga a intentar levantar la cabeza un poco más. Como no lo logra, avanza a dar un paso a un lado hasta alcanzar un ángulo de visión. Lo consigue, aunque cada movimiento le duele como una puñalada. El reflejo de luz proviene de un pequeño agujero en el techo.
¿Un agujero en el techo de su baño? ¿Cómo es posible eso?
A través del agujero, distingue varias figuras borrosas, irreales, que portan grandes herramientas de metal. Alguien acciona un esmeril de mano que salpica chispas por el piso del baño. El ruido debe de ser estrepitoso, pero él no lo escucha. Santos piensa que aquello es una exageración. Para arrestarlo, la Policía no necesita derruir su casa. Además, imposible intentar huir pues se siente sin fuerzas. Ahora todo su cuerpo se niega a moverse. De pronto, nota que el cuarto de baño se ha reducido hasta lo indecible, atrapándolo igual que un embudo. Quizá por ello la Policía está rompiendo el techo del baño, para llegar hasta él. A Santos no le parece extraña la situación. Ya nada le parece extraño.
Permanece a la espera sin poder mover un músculo. Atrapado al lado del espejo, contemplando la imagen del tipo atropellado, tendido en la calle, inmóvil igual que él. Hasta que el esmeril atraviesa por completo el techo, dejando un agujero aún más grande. Enseguida, una barra de metal, introducida desde arriba, presiona con fuerza y arranca un pedazo del techo como si fuese lata.
Santos se pregunta cuándo va a parar todo. El dolor, el cansancio y la debilidad son inmanejables. El sudor le baja a chorros por la cabeza.
Dos hombres se asoman por el boquete. No parecen policías pues usan cascos rojos. Tras estos, surgen otros rostros que lo auscultan. Debajo de algunos rostros, los cuerpos llevan uniformes de fútbol. Santos no se pregunta qué hace allí toda esa gente. Se siente desfallecido como para pensar. De hecho, ahora ni siquiera se halla seguro de estar atrapado en el baño de su casa. Tiene la impresión de que más cabezas, quizá unas cincuenta, se empiezan a acercar, expectantes. Cierra los ojos. El dolor, el cansancio y la debilidad se van.
VI
Caos en la intersección de los Álamos. La circulación cerrada en ambos sentidos. Luces intermitentes de dos patrullas, una ambulancia y una unidad del cuerpo de bomberos. Decenas de curiosos comentan mientras presencian el rescate. Una señora dice haber observado como ocurrió el accidente; se ufana incluso de haberle gritado al chofer para advertirle. Lástima que el pobre taxista, al escuchar los gritos, maniobró para no darle de lleno al repartidor, pero no logró esquivar el poste.
La ahora multitud de curiosos, muchos de ellos ataviados con uniforme de fútbol pues han corrido desde la cancha de la vuelta, se agolpan alrededor del taxi. Los fierros del lado del conductor están hecho papilla. Tras angustiosos minutos, los bomberos consiguen romper el capó del vehículo para sacar al infortunado; quizá demasiado tarde pues no se mueve y sangra a borbotones por la cabeza.
Un paramédico le toma la posta a los bomberos. Coloca los dedos en el cuello de la víctima en busca de signos vitales. Un gesto negativo con la cabeza y apunta las cuatro de la tarde como hora del deceso.
El cuerpo del siniestrado yace remachado entre los fierros de la unidad. La cabeza levantada hacia el espejo retrovisor. A través del espejo se ve al sujeto atropellado tendido en la calle, rodeado de tres paramédicos que en ese momento le están colocando un cuello ortopédico.
Autor: Mario Conde