Debajo la luna

I

Al niño le gusta soñar porque en los sueños no siente dolor.

Algunas noches sueña que corre por el patio de la escuela, juega en casa con sus primos o camina por la calle con mamá; ella con un bonito sombrero amarillo; él con el cabello largo y churoso que se mueve con el viento. Cuando tiene este tipo de sueños, apacibles, el cuerpo del niño se relaja. De su boca dormida escapan risitas sonámbulas. Siente una alegría suave.

Pero también hay sueños de los otros. Noches agitadas en las que trepa escaleras que se vuelven estrechas e interminables, senderos que desembocan en abismos, pendientes vertiginosas que parecen resbaladeras y lo arrastran al vacío. Cuando tiene este tipo de sueños, angustiosos, el cuerpo del niño se estremece. Deja escapar gritos ahogados. Se despierta sudando.

Los sueños pueden ser apacibles o angustiosos, pero en ellos no existe el dolor. Excepto esta noche.

El niño sueña que recorre por un camino oscuro. De pronto, siente el dolor de cabeza. ¡Qué extraño! El dolor siempre se queda en la cama. Nunca ha traspasado hasta sus sueños.

A los lados del camino oscuro solo se perciben sombras. El niño trata de abrir los ojos fuera de los párpados, como los camaleones, pero no ve más que sombras. Comprende angustiado que también la vista borrosa ha avanzado hasta los sueños. Su cuerpo dormido experimenta temblores. Otra vez los gritos ahogados. Se dispone a despertar. En eso, una intensa luz blanca al fondo del camino atrae su atención.

La luz lo anima a seguir soñando. Camina hacia la luz. A medida que se acerca, los ojos del niño empiezan a apreciar formas, figuras, colores. El dolor de cabeza se atenúa. ¿Qué es esa luz que le ilumina y le baña de alivio? Antes de pensar en una respuesta, escucha una canción que brota de la luz blanca.

El niño se detiene al escuchar la canción. Observa fijamente y distingue la silueta de una persona sentada entre la luz. El dolor de cabeza se ha ido por completo. La canción suena rítmicamente en el sueño. El niño da dos pasos más. Reconoce a la persona que canta. Es la abuela.

Sentada en una vieja silla de madera, la abuela esparce su voz por el sueño. La luz intensa irradia de su chal blanco. La abuela sonríe mientras continúa tarareando. El niño recuerda que la abuela le cantaba esa canción cuando pequeño, cada noche sentada junto a su cama.

El niño sonríe también al encontrar en sueños a la abuela. Corre hacia ella loco de contento. Se sienta en sus rodillas. La abuela lo abraza. Le acaricia el cabello. En el sueño, el cabello largo y churoso del niño ha vuelto a crecer, igual que cuando asistía a la escuela.

El cuerpo del niño se relaja. Deja escapar risitas recién hechas, sanas, frescas. Siente alegría pues está soñando con la abuela. Ella le canta y le sonríe como cuando estaba viva.

—¿Qué haces aquí, abue? —le pregunta el niño.

La abuela le da un beso en la frente. Un beso cálido y lleno de vida como si nunca se hubiera muerto. Le responde con una voz dulce:

—Vine a hablar contigo, Pedro.

En sueños, el niño se acurruca en los brazos de su difunta abuela y la escucha. La emoción no le cabe en su frágil cuerpo dormido.

II

La luz que se filtra por la ventana despierta al niño.

Todavía adormecido, fija la vista al frente. Comprueba con pesar que sus ojos casi no funcionan. Reconoce el borrón verdoso de la manta de la cama, las líneas opacas de la mesita con ruedas, el brillo cuadrado de la pantalla en la que escucha televisión. Con cuidado, mueve la cabeza a un lado. Allí está el blanco difuso de las mangueras conectadas a su cuerpo: una de suero al brazo derecho, otra de oxígeno a la nariz. La imagen borrosa de las mangueras termina por volverlo a la realidad. Ya no está soñando con la abuela. Se halla en la cama del hospital.

Afuera de la habitación escucha el movimiento de objetos imprecisos, los apurados ruidos matinales del hospital. Pasos que caminan aprisa. Ruedas que se deslizan por el pasillo. Voces que informan la condición de los pacientes. Deben de ser las siete de la mañana. Los ruidos anuncian el cambio de turno de doctoras y enfermeras.

Inmóvil en la cama, el niño desea que el tiempo vuele, como una mariposa de vivos colores amarillos. Falta una hora para que lleguen mamá y la doctora D’ Silva. Se acomoda a un lado, despacio para no desconectar la manguera del suero. Intenta dormir otro rato. Entonces comienza el dolor de cabeza.

Hace meses que el niño lucha contra el dolor. Conoce de sobra cada uno de los movimientos con los que su enemigo le asalta el cuerpo. Empieza con un imperceptible andar de hormigas en el párpado derecho. Luego, las hormigas se unifican en un batallón. Tiran del ojo hacia adentro como si quisieran hundirlo. En este punto del combate, en el ojo derecho del niño aparece un abundante lagrimeo.

Las hormigas no se contentan solo con lágrimas. Se organizan de inmediato para lanzar otro ataque contra el ojo izquierdo. Toman posiciones estratégicas. Tiran con fuerza endemoniada de ambos ojos.

La operación dolor es eficaz y prolongada. Las hormigas marchan a lo largo y ancho de la frente. Tironean cada una de las venas hacia adentro. Se dispersan por el cuero cabelludo. Se dan a la tarea de taladrar el cráneo. El objetivo final del batallón es llegar al cerebro, hacer estallar la cabeza del niño.

El dolor crece en intensidad progresivamente. Desde que está en el hospital, al niño le inyectan a diario mayores dosis de analgésicos y sedantes, pero el taladrado en el cráneo se vuelve cada vez más insoportable.

Con el tiempo el niño ha aprendido una táctica contra el dolor de cabeza. Levanta la mano izquierda, se la lleva a las sienes, las masajea en forma circular. De a poco, el andar de hormigas se detiene en el cuero cabelludo. El ataque se suspende hasta una nueva orden.

El problema de la táctica masaje es que surte efecto por poco tiempo. El batallón de hormigas es persistente. Se reagrupa. Recobra fuerzas para continuar con el taladrado del cráneo. Lo único que puede hacer el niño es masajear sin descanso la superfie de la cabeza rapada, hasta que siente que se le caen los brazos.

Mientras espera a mamá y a la doctora D’ Silva, los dedos del niño recorren desde la frente hasta la nuca. Experimentan el leve pinchazo de las diminutas puntas de los pelos cortados. En la mente del niño aparece la imagen de su cabello cuando asistía a la escuela. Extraña su cabello largo y esponjoso.

Cierto que nunca le gustó que sus compañeros le llamaran cabeza de huaipe. Pero aun así, con apodo y todo, se sentía tan bien que ese huaipe le cubriera las sienes, las orejas, la frente. Distinto a ahora que, cuando se mira de cerca en el espejo del baño, ve una silueta borrosa en forma de pera o de foco. Recuerda con tristeza los últimos días en la escuela. Todo pasó tan rápido que sus compañeros no tuvieron tiempo para ponerle un nuevo apodo.

Al rato, la luz por la ventana se intensifica. El niño comprende que ha salido el sol. El sol le gusta y sonríe. Un día con sol resulta perfecto para sus planes. El niño cierra los ojos. Rememora el sueño de la noche anterior. Sabe que el dolor atacará de un momento a otro. Pero no importa. Ni el dolor de cabeza, ni la vista borrosa ni la pérdida de pelo importan después de la conversación con su abuela.

Afuera de la habitación, las voces van y vienen por el pasillo. El niño espera en silencio hasta que escucha unos pasos. Abre los ojos. Observa una silueta humana que se acerca. La silueta lleva un sombrero amarillo. Se detiene junto a la cama. Le acaricia la cabeza rapada. De cerca, los ojos del niño reconocen el rostro difuso de mamá.

—Hola, mijo, ¿dormiste bien?

El niño responde que sí con una sonrisa.

—Me gusta verte sonreír, pajarito. Ojalá todos los días despertaras así.

—Es que hoy es un día especial —dice débilmente el niño.

Mamá se interesa y pregunta por qué.

El niño responde con mucho esfuerzo:

—Hoy tengo que hacer algunas cosas especiales. Cuando venga la doctora te digo.

III

Cada mañana la doctora D’ Silva inicia su trabajo con una visita al niño.

Ahora, al llegar al hospital, ve un sol espectacular sobre el cielo despejado. Se contenta por el niño; una de sus pocas alegrías es cuando lo sacan a la terraza en días soleados. Mientras se dirige a la habitación, la doctora toma su agenda. Reserva una hora para pasarla con su paciente favorito.

Por los pasillos del hospital circulan pocas personas. Enfermeras de mandil blanco o familiares de pacientes. La doctora D’ Silva se detiene ante la puerta de la habitación. Observa el frágil cuerpo del niño, conectado a dos mangueras. Como cada mañana, lo acompaña su madre, vestida todo de amarillo. La señora ocupa una silla. Se encarga de darle el desayuno. La doctora mira la escena con ternura. Admira profundamente a la madre y al niño. Nunca ha conocido dos personas tan tenaces para enfrentar el dolor. Ambos llevan una lucha cada día, aunque saben que la tienen perdida. Una sombra de tristeza opaca el rostro de la doctora. Ingresa en la habitación.

—¿Cómo amaneció el paciente favorito del hospital? —pregunta con su acostumbrado optimismo.

La madre deja una taza de leche en la bandeja del desayuno. Se pone de pie. La recibe con un beso.

El niño trata de mostrarle una sonrisa, apuntando su vista borrosa al mandil blanco. Le habla con una entonación de adulto:

—Buenos días, doctora. Justo la persona que estaba esperando.

La doctora D’ Silva ríe por la entonación, escuchada seguramente en la televisión. Entra en el juego infantil y responde:

—Pues aquí estoy, señor Pedro. ¿Para qué soy buena?

El niño se acomoda en la cama. Muestra una mueca de dolor. Hace esfuerzos para hablar:

—Quiero irme a mi casa. Esta noche quiero dormir en mi cama.

La doctora permanece a cierta distancia. Dirige la mirada a la madre, una mirada en busca de auxilio. En silencio, la madre acaricia la cabeza rapada del niño.

—Ya hemos hablado de esto —dice la doctora—. No puedes salir del hospital. El suero y el oxígeno te calman el dolor.

El niño no tiene fuerzas para llorar ni gritar ni berrear. Su débil voz intenta negociar:

—No quiero irme para siempre. Solo esta noche.

La doctora observa que la madre la mira confundida, igual que ella. Ambas se quedan en silencio. El niño sigue con su súplica:

—Necesito ir a mi casa para regalar mis juguetes y… —la voz del niño se quiebra—… y mi canario. ¡Pobre Ataulfo, tanto tiempo sin verlo!

Ahora la doctora dirige la mirada a la madre. Se fija en que se levanta de la silla. Deja la bandeja en la mesita con ruedas frente a la ventana. Le da la espalda a su hijo y se queda contemplando las edificaciones cercanas. El vestido amarillo se refleja en el ventanal. Ahí uno de los comportamientos admirables de esa madre. Sabe que su hijo ve solo formas borrosas, pero aun así le esquiva los ojos. Esos ojos que siempre se guardan las lágrimas para después.

—¿Estás seguro que quieres regalar tus juguetes y tu canario? —pregunta la doctora D’ Silva, tratanto de encausar la emotividad de alguna manera.

El niño le responde con voz débil, pero con firmeza:

—Sí, doctora. Quiero dejar mis cosas a mis primos. No me queda mucho tiempo.

El vestido amarillo de la madre se da la vuelta. Toma de nuevo la bandeja del desayuno. Regresa a la silla para seguir dando de comer a su hijo.

Esa acción de la madre tampoco es extraña para la doctora. La madre acostumbra evadir los problemas enfocándose en alguna actividad. El niño, en cambio, los enfrenta directamente. En silencio, la doctora revisa el cuadro clínico del niño. El avance del glioma es crítico. Debe hablar a solas con la madre antes de tomar cualquier decisión.

—Hagamos un trato, Pedro. Primero converso con tu mamá. Luego te doy una respuesta.

El niño dirige la vista hacia la ventana por donde brilla el sol. La doctora sabe que a más del calor, al niño le gusta el sol porque la tonalidad amarrilla es la que más distinguen sus ojos. La misma tonalidad del sombrero y el vestido que lleva la madre. Esa mujer siempre vestida de amarrillo que ahora está abrazando a su hijo. La doctora comprende que su presencia en la habitación resulta inoportuna. Inicia una retirada discreta. Antes de marcharse, le pide a la madre que pase por su consultorio.

IV

Dos golpes en la puerta del consultorio.

En los últimos meses, la doctora D’ Silva ha escuchado tantas veces esos dos golpes seguidos, que sabe de antemano que es la mamá de Pedro.

—Pase, está abierto.

La madre del niño transpone el umbral. Se queda de pie en la mitad del consultorio. La doctora, sentada ante su escritorio, revisa las actividades programadas en su agenda. Extiende la mano. Invita a la mujer a ocupar una de las sillas para los pacientes.

―Doctora…, comprendo que se niegue a autorizar un permiso ―la madre se quita el sombrero amarrillo―. Yo más que nadie veo que mi Pedro se muere cada día. Pero por eso mismo, cúmplale ese gusto de visitar a sus primos. Solo por esta noche.

La doctora cierra la agenda. Observa el rostro afligido de la mujer. Le expone sus razones médicas:

—Todo el equipo del hospital quiere a Pedro, usted lo sabe. Lo tenemos aquí para estabilizar su dolor. No es nuestro deseo que un niño tan querido y tan valiente sufra más.

—Entonces déle el permiso ―la mujer pone el sombrero amarillo sobre el escritorio―. Usted lo observó. Está ilusionadísimo con ver a sus primos.

La doctora le toma ambas manos. Admira la fuerza de esa mujer, su coraza amarilla visible para su hijo pero inútil para blindarse contra el dolor. En homenaje a esa fuerza, toma una decisión:

—Pedro puede irse a casa. Solo por esta noche. Será una buena ocasión para que pase con sus primos.

Una pequeña luz de alegría enciende el rostro de la madre. Pero enseguida se apaga. Habla con la voz ahogada:

―Usted sabe que no, doctora… Será una ocasión para que mi Pedro… se despida de sus primos.

La doctora D’ Silva le aprieta las manos. Trata de infundirle valor:

―Hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance, pero el dolor de cabeza y la ceguera indican que se acerca el fin. Después de muchas sesiones, Pedro ha entendido lo que ocurrirá. Su hijo ha aceptado la muerte. Ahora le toca a usted.

La mujer permanece inmóvil ante el escritorio. Su cuerpo es una estatua de cera con piel, arrugas, ojos, uñas... Sus pensamientos vagan ocho años atrás cuando nació su hijo. Ese mismo hijo que ahora se muere cada día. La madre cierra los ojos. Trata de imaginar el futuro sin su hijo, su Pedro, su pajarito. Ve una tarde oscura, un cementerio, una tumba, unas flores… Esta vez, lejos de la presencia del niño, la madre se permite derrumbarse. Su dolor guardado se desborda por los ojos cerrados, por las arrugas, por la piel, por las uñas...

La doctora D’ Silva la observa compungida, en silencio. Le ofrece unos paños y aguarda unos minutos antes de hablarle:

—Asimilar que vamos a perder a un ser querido no es tarea sencilla. Por eso ayuda mucho pasar con él, compartir hasta el último momento. Usted no tiene nada que reprocharse en ese aspecto. Es una madre admirable.

La mujer se pasa los paños por las mejillas y da rienda suelta al dolor. Deja fluir las lágrimas a su antojo, en silencio. Por último, se suena la nariz suavemente, ahora enrojecida al igual que todo el rostro. Se dispone a levantarse.

—Debo irme. ¿A qué hora puedo llevarme a mi Pedro?

La doctora D’ Silva mira que en el reloj van a dar las diez de la mañana. Explica que pasadas las tres de la tarde, hora en que el niño ha ingerido sus medicamentos del día. Afuera del consultorio, el sol brilla en el cielo. La doctora imagina lo agradable que será pasar con Pedro esa mañana soleada.

La madre se pone el sombrero. Se levanta de la silla.

—Gracias, doctora. Voy a arreglar mi casa. Voy a preparar todo para que mi Pedro tenga su mejor velada.

La madre se despide con un beso. La puerta se cierra tras ella.

La doctora D’ Silva, psicóloga especialista en tanatología, se deja caer pesadamente contra la silla. Lleva años ayudando a pacientes y a familiares a lidiar con la muerte. Pero nunca se ha topado con un caso así. Se incorpora con pesadez. Levanta su agenda. Revisa los pacientes que debe visitar antes ir a la habitación del niño.

V

Extrañamente, el niño no quiere salir a la terraza a tomar sol.

―¿Mejor puedo quedarme aquí?

La doctora D’ Silva se sienta en la silla que suele ocupar la madre, junto a la cama.

―Por supuesto, Pedro. Tu mamá regresa en la tarde, así que tenemos la mañana para nosotros. ¿Qué te gustaría hacer?

Con esfuerzo, el niño se sienta en la cama apoyando la espalda en dos almohadas. Acomoda la manguera del suero. Levanta ambas manos. Las coloca ante sus ojos borrosos.

―¿Puedo pedirle un favor?

La doctora lo mira con ternura. Le responde afirmativamente.

―Quiero que me ayude a dibujar mis manos ―pide el niño―, unos dibujos para mi mamá y mis primos.

La doctora D’ Silva le acaricia las manos. Le responde con la voz entrecortada:

―Bonitos regalos. Claro que te ayudo.

El niño abre sus diez dedos pequeños. Trata de observarlos por ambos lados. Le hace una pregunta a la sombra de mandil blanco:

―¿Usted sabe dibujar manos?

No. La doctora responde que no.

―No importa ―el niño muestra una mueca de dolor―. Yo le enseño. Pero necesito papel y lápices de colores.

La doctora D’ Silva acaricia la cabecita rapada del niño. Se levanta. Promete traer materiales para dibujar las manos más bonitas del mundo.

Arrimado en las dos almohadas, el niño ve alejarse la sombra de mandil blanco. Permanece minutos sumido en sus pensamientos. Trata de imaginar los dibujos de sus manos. Las hormigas están taladrándole el cráneo, pero ya no importa. Continúa inmóvil sobre la cama. Recobra el movimiento en cuanto oye pasos. Poco a poco, el mandil blanco se materializa.

―Ya estoy aquí ―dice la doctora D’ Silva―. Conseguí los materiales. También te traje una sorpresa.

La doctora le da un paquete con un agradable olor a papel. Abre una caja de lápices que huelen a madera.

―¿Adivina cuál es la sorpresa, Pedro?

El niño escucha que un ruido ligero se posa sobre el velador. Extiende una mano en esa dirección. Palpa un artefacto borroso que parece un reproductor de música.

―Te traje un disco infantil ―explica la doctora―. Tú y yo vamos a tener una fiesta de dibujo. ¿Te gusta la idea?

El niño responde que sí con una débil sonrisa. La doctora inserta el disco. Acerca la mesita con ruedas para las comidas. Coloca allí una hoja blanca y los lápices de colores.

Ambos escuchan música. El niño de mangueras en el cuerpo y la mujer de mandil blanco se entregan a la tarea de dibujar. El niño pone la mano abierta sobre la hoja. Con el lápiz amarillo, la doctora le ayuda a trazar el perfil de las entradas y salidas de sus cinco dedos.

Cuando terminan el trazado, el niño levanta la hoja. La acerca a sus ojos. Hace una señal de aprobación. Permanece pensativo un rato. Lanza una pregunta:

―¿Dónde queda el cielo?

La doctora coloca otra hoja blanca sobre la mesa. Reflexiona mientras el niño traza un segundo dibujo. Le responde:

―Arriba, Pedro, el cielo está arriba.

―¿En las nubes?

―No. Un poco más arriba.

―¿En la Luna?

La doctora analiza que las preguntas se van complicando. Mejor tratar de cambiar de tema:

―Sí, Pedro. Por ahí más o menos.

―¿Por ahí más o por ahí menos? ―el niño revisa el segundo dibujo.

La doctora D’ Silva coloca una tercera hoja. Resuelve cortar las preguntas de la misma manera en que lo haría un niño, recurriendo a la imaginación:

―En la mitad. El cielo queda arriba de las nubes y debajo de la Luna.

El niño reflexiona la respuesta. Coloca la mano sobre la tercera hoja en blanco. Empieza con el trazo de un nuevo dibujo. Vuelve al ataque con más preguntas.

―¿Cuánto tiempo se demora para ir al cielo? ¿Si salgo esta noche, cree que llegue mañana?

La doctora D’ Silva experimenta una ardencia en los ojos. Una punzada en el estómago. Un estremecimiento en la espalda y en los hombros.

―¿Por qué mañana, Pedro?

El niño se cerciora de que la silueta amarilla de su madre no esté dentro de la habitación. Se acerca a la figura de mandil blanco. Le confía un secreto:

―Es que esta noche voy a morirme.

―Has luchado tanto tiempo ―susurra la doctora―. ¿Por qué ahora quieres morir?

El niño se pone a trazar el tercer dibujo.

―Estoy cansado del dolor. Ya casi no veo. Ayer soñé con mi abuela. Dijo que va a llevarme al cielo esta noche. Allá no me dolerá nada y mis ojos volverán a ver.

La doctora D’ Silva guarda silencio. Pone una cuarta hoja sobre la mesita. La música infantil llena la habitación. Unas lágrimas le bañan el rostro. Se aparta de la cama. Camina hacia la ventana. La vista de la ciudad le infunde valor, igual que a la madre. Escucha la voz del niño a sus espaldas:

―Ya tenemos cuatro dibujos, doctora. Ayúdeme a escribir las dedicatorias.

La doctora D’ Silva respira hondo. Se seca las lágrimas. Vuelve a su lugar. Lentamente, tomando las manos del niño, escribe cuatro dedicatorias sobre los dibujos:

«Para mamá.»

«Para Martín.»

«Para Manuela, cara de muela.»

«Para el primo José.»



VI

El niño llega a su casa en una silla de ruedas.

Trae mucho dolor en el cuerpo. Un sobre marrón con cuatro hojas de papel en las manos. Lo recibe un coro de cinco personas.

―¡Bienvenido, Pedro!

Dos niños y una niña no se cansan de abrazarlo. El primo José, el menor de los tres, le toca la cabeza rapada mientras mastica un chicle.

―Yo te ayudo, Pedrito ―una mujer un poco mayor que la madre toma el sobre marrón. Lo deja encima de la mesita de la sala.

Una muchacha joven, parecida a la madre, se abre paso entre los abrazos de los primos. Lo besa en la frente.

El niño se alegra de estar de nuevo entre sus seres queridos. Su madre, sus tres primos y sus dos tías.

―Para esta noche vamos a prepararte una cena especial ―dice la voz de mamá.

Las tías prometen hornear un pastel de chocolate, su favorito. Mientras las tres mujeres van a ocuparse de la comida, sus tres primos lo llevan a su cuarto. Empujan la silla de ruedas con cuidado, como si fuera de cristal y pudiera romperse.

El niño identifica el olor de su cuarto, un olor que no ha percibido durante varios meses. Su habitación tiene la apariencia de siluetas envueltas en sombras. Pide a Martín, el mayor de sus tres primos, que lo acerque a la puertita del balcón. Siente el viento de afuera al abrir la puertita. Vislumbra un objeto cilíndrico, borroso, colgado a un lado del balcón. Allí está la jaula, en el mismo lugar que la dejó la mañana en que salió al hospital.

El niño se pone de pie con dificultad. Alarga una mano, libre sin las mangueras del hospital. Sus dedos sienten el contacto de los alambres de la jaula. Un rápido aleteo en el interior.

―¡Ataulfo, Ataulfito, canta pajarito! ―dice el niño.

El canario salta de un lado a otro. No canta pese a las súplicas del niño.

―Todas las tardes le pongo agua y comida ―dice la niña, que más o menos debe de tener la misma edad de Pedro.

El niño agradece a Manuela, cara de muela. Da un paso hacia atrás. Vuelve a la silla de ruedas.

―Otra vez estamos los cuatro ―comenta el primo José―. ¿A qué jugamos?

―Juguemos a la Navidad ―propone el niño.

Los tres primos se quedan pensativos. ¿Cómo se juega a la Navidad?

―Dando regalos ―explica el niño.

El primo José se saca el chicle de la boca. Lo ofrece como presente.

―¡Fúchila, eres un cochino! ―lo reprende Manuela, cara de muela.

―Mejor yo les doy regalos y ustedes los reciben ―sugiere el niño.

Los tres primos concuerdan en la regla del juego. Como nadie aprecia el chicle, el pequeño José lo regresa a su boca.

El niño disimula el dolor que le taladra el cráneo. Mueve las ruedas de la silla hacia una estantería de juguetes. Entre los colores borrosos, distingue el amarillo de su carrito de bombero. Mamá se lo regaló en la última Navidad.

Con ayuda de Martín, el niño deja la silla de ruedas. Se arrodilla en el piso. Hace andar el juguete. Los tres primos lo observan desde atrás, en silencio.

El primo José se arrodilla también. Toma de la estantería un soldado de plástico. Lo sienta en el carrito como piloto. Martín y Manuela, cara de muela, terminan por arrodillarse para jugar.

El niño hace andar un rato más el carrito de bombero, conducido por la figura del soldado. Se cansa. Le da ambos juguetes al primo José. Luego, todavía de rodillas, toma una pelota de fútbol. La entrega a Martín.

―Les dejo mis juguetes. Son mis regalos para ustedes.

Martín suelta la pelota. Intenta hacerle cambiar de idea:

―Son tuyos. No podemos aceptar.

―Sí podemos ―dice el primo José―, no ves que Pedro se va a morir. Pero cuando se desmuera le devolvemos todo.

Manuela, cara de muela, le explica al primo José que cuando alguien se muere ya no puede revivir. Algo así como irse para siempre.

El niño le da la razón a Manuela, cara de muela. Le toma la mano. Le indica cuál es su regalo.

―Ataulfo es para ti. Llévalo a tu casa y cuídalo, por favor.

Manuela, cara de muela, promete cuidar a Ataulfo. Darle agua y comidita como ha venido haciéndolo en los últimos meses.

El primo José mira con ojos codiciosos la jaula. Él también quiere el pajarito con pico de loro. Está a punto de soltar el berrinche cuando ve que Martín y Manuela, cara de muela, abrazan a Pedro. Sus primos se echan a llorar. A él también le entran ganas. Se une al abrazo y a las lágrimas.

Con la carita mojada, el primo José comprende que la muerte es fea. Llora porque morirse es triste. Llora porque nunca más verá a su primo. Llora porque Pedro nunca se va a desmorir.

VII

El niño abre el sobre marrón y saca los cuatro dibujos.

Mamá lo ha acostado en su cama. Se siente fatigado después de jugar y comer con sus primos. Las tías se van y han venido a despedirse. Sus seis seres queridos están reunidos en su cuarto. El primo José, que parece un bulto, duerme en brazos de su madre. Es el momento de entregar los dibujos.

El niño muestra una hoja. Manuela, cara de muela, le ayuda a leer el nombre. Es el dibujo del primo José.

La tía más joven, madre del pequeño, agradece por el presente. Promete colgarlo en el cuarto de su hijo.

Después le toca el turno a Martín, quien mira detenidamente los trazos con lápices de colores. Sus ojos se ponen brillosos. Se los restriega con una mano. Lo mismo le pasa a Manuela, cara de muela, cuando recibe el suyo. Pero ella no puede restregarse porque tiene las manos ocupadas. Una con la hoja, otra con la jaula de Ataulfo. Varias lágrimas le bajan por el rostro.

Al niño le queda por entregar el último dibujo, el dedicado a mamá.

―¿Ves la forma de mi mano? La dibujé así para que te acuerdes de mí, para que me veas saludándote desde el cielo.

La mujer toma el dibujo. Lo aprieta contra su pecho. Todo su ser de madre le pide llorar, pero no es el momento. Ya habrá tiempo para las lágrimas. Se agacha a toda prisa. Levanta algunas cosas tiradas en el piso. Las coloca en la estantería. Respira hondo. Esta vez le gana la partida a las lágrimas. Le dice al niño que va a acompañar a las tías a la puerta.

El niño escucha voces de adiós. Agita su mano a las siluetas que se alejan del cuarto. De nuevo se halla a solas, igual que en el hospital.

Mamá regresa enseguida. Ha despedido a todos. Ha apagado las luces. Trae algo en las manos.

―Voy a inyectarte un calmante que te recetó la doctora. Tiene la misma composición del suero. Te ayudará a dormir.

El niño está fatigado. El taladrado en el cráneo le aturde. Extiende el brazo mecánicamente. Siente un pinchazo. El dolor de cabeza empieza a ceder. Mamá se sienta a su lado.

Lentamente el cuerpo del niño se relaja. Respira despacio. Entre las sombras blancas que proyecta la luz de la bombilla, trata de identificar los objetos de su cuarto. Su cuarto sin juguetes. Su cuarto sin Ataulfo.

El niño toma la mano de mamá. El sopor del sueño llega a sus ojos. Los cierra para dormir. Sabe que no los volverá a abrir, pero los cierra con alegría. La abuela lo está esperando.

VIII

La doctora D’ Silva vuelve al trabajo a la mañana siguiente del funeral.

Ha estado ausente dos días. Ha consolado a la mamá de Pedro. Ha ayudado a las tías con los trámites de defunción. Ha llorado con los tres primos. Ingresa con desgano en el hospital. No tiene un paciente favorito a quien visitar.

Por los pasillos circulan pocas personas, como todas las mañanas a esa hora. Las enfermeras que se cruzan llevan su misma tristeza. La saludan y la abrazan con solidaridad. Comparten un mismo dolor. Son una familia que ha perdido un ser querido.

Antes de dirigirse a su consultorio, la doctora D’ Silva resuelve pasar por la habitación que ocupó su paciente favorito. El dolor fresco le golpea en el pecho. Debe enfrentarlo para sobreponerse.

La doctora D’ Silva se detiene ante la puerta de la habitación. Observa hacia adentro. Ahora la cama la ocupa una mujer mayor que lleva conectada una manguera de oxígeno a la nariz. La doctora contempla la escena. Ahí una nueva paciente, alguien que también espera la muerte. Reflexiona que aquella mujer ha vivido bastante. Pedro no. Apenas empezaba. El recuerdo del niño le duele en algún órgano interno. Adentro del pecho. Adentro del corazón. Adentro del alma. La doctora se echa a caminar al consultorio. La nueva paciente puede esperar hasta el próximo día.

Cuando llega al consultorio, siente deseos de dar dos golpes en la puerta. Lo piensa mejor. Desiste de la idea. Abre la cerradura con su llave.

Ingresa como si cargara un bulto en la espalda. Le duele también la cabeza. No le interesa el trabajo. En eso, escucha en el piso un sonido de papel. Baja la vista. Sus zapatos han pisado un sobre marrón.

Una emoción se activa en su interior. El dolor del pecho y el de cabeza se apaciguan momentáneamente. Parece el mismo sobre en el que Pedro guardó sus dibujos. Se agacha y lo recoge. En efecto. Es el mismo.

La doctora D’ Silva se sienta ante el escritorio. Abre el sobre y se pone los lentes. Extrae una hoja blanca que tiene el dibujo de una mano, una pequeña mano abierta trazada con lápiz amarillo.

El dibujo es sencillo. La doctora exhala un suspiro. Lee con devoción dos dedicatorias escritas en el dibujo:

«Para mamá.»

«Para la doctora D’ Silva. Muchas gracias. Gracias por ayudar a mi hijo. Él y usted estarán siempre en mi corazón.»

La doctora D’ Silva levanta el dibujo. Se fija en los trazos del lápiz amarillo. Una pequeña ternura, suave como mariposa, le palpita en el pecho. El dolor levanta el vuelo y se aleja. La doctora guarda el dibujo en el sobre marrón. Esa misma tarde lo llevará a enmarcarlo para tenerlo siempre a su lado. Nunca olvidará a Pedro. Su paciente favorito. Su amigo de ocho años. El niño que decidió cuando y dónde morirse.

Tras cerrar el sobre, la doctora D’ Silva se pone de pie. Toma del colgador su mandil blanco y se lo pone. Sale del consultorio dispuesta a seguir el ejemplo de lucha de Pedro. Se dirige a la habitación de la mujer mayor. Una nueva paciente terminal necesita su ayuda.




IX

El cuerpo del niño se sueña en un sueño apacible.

El camino no es oscuro, sino al contrario. A lo lejos se observan montañas azules, campos verdes, casitas de techos rojos. Al niño le alegra volver a ver objetos precisos, no solo sombras de colores. Se lleva una mano a la cabeza. Allí está su pelo largo y churoso, su pelo de huaipe. Ningún batallón de hormigas le taladra el cráneo. El dolor no viene con él. El dolor se ha quedado en el cuerpo, tendido en la cama.

El niño avanza unos pasos. Las casitas, los campos y las montañas tienen tanto color como si alguien acabara de pintarlos. Al fondo del camino se ve la intensa luz blanca.

El niño sueña que corre y salta. Al aproximarse a la luz, escucha la canción de la abuela. Ahí está su imagen, sentada en su vieja silla de madera. La intensa luz que irradia le da la apariencia de un ángel, un ángel con chal blanco en vez de alas. La abuela continúa cantando. El niño llega a su lado.

―Te estaba esperando ―le dice la abuela.

Igual que la noche anterior, el niño se sienta en sus rodillas. Sonríe y le responde:

―Tenía que despedirme, abue.

―¿Dejaste algunos recuerdos?

El niño responde que sí.

La abuela lo levanta de sus rodillas. Lo pone en el suelo. De pronto, los objetos y los colores han desaparecido. Ahora todo es un vacío blanco, lleno de vapor como en un baño turco. La abuela se levanta también. Lo toma de la mano. Ambos echan a andar.

La luz de la abuela despeja el vapor del vacío. A pocos pasos, el pie del niño tropieza con un escalón. La abuela lo sube. El niño la sigue. Pregunta interesado:

―¿Esta escalera sube a las nubes?

―Un poco más arriba ―contesta la abuela.

―¿Entonces sube a la Luna?

―No tanto. Un poco más abajo, pajarito.

El niño no pregunta más. No necesita hacerlo. Gracias a la doctora ahora sabe que se dirige al cielo, que queda arriba de las nubes y debajo de la Luna.

En la cama, el cuerpo del niño se relaja. Deja escapar una risita sonámbula, la última de su vida.


Autor: Mario Conde